Las ciudades contemporáneas están atravesadas por profundas desigualdades espaciales y sociales que marcan la vida cotidiana de sus habitantes. Uno de los aspectos menos visibles pero más impactantes de estas divisiones es el acceso desigual al cannabis, una planta que, pese a su creciente legalización y aceptación, sigue siendo objeto de exclusión, criminalización y estigma, especialmente en las periferias urbanas.
El contraste entre el centro y la periferia no solo define diferencias económicas y culturales, sino también el derecho fundamental al acceso seguro y digno al cannabis, ya sea para uso medicinal, recreativo o espiritual.
La geografía desigual del acceso a la planta
En muchas ciudades, los barrios céntricos y de clase media o alta cuentan con espacios regulados para el consumo y el cultivo de cannabis: clubes sociales, dispensarios autorizados, eventos culturales y una mayor visibilidad positiva de la planta. Estos espacios promueven el acceso informado, responsable y protegido, además de generar economías locales vinculadas a la planta.
Por otro lado, las periferias suelen estar marcadas por la invisibilidad y la clandestinidad. El acceso al cannabis está mediado por redes informales y muchas veces expuesto a riesgos legales y sociales. Esta desigualdad espacial refleja y reproduce las brechas estructurales de exclusión social, económica y racial que afectan a estas comunidades.
Criminalización, violencia y exclusión en los márgenes urbanos
Las periferias son también los espacios donde la criminalización del cannabis se manifiesta con mayor crudeza. El despliegue policial, las redadas y la violencia estatal impactan de manera desproporcionada a las poblaciones más vulnerables, generando un ciclo de marginalización que dificulta la construcción de culturas canábicas saludables y autónomas.
Además, esta criminalización tiene consecuencias directas en la vida cotidiana: detenciones arbitrarias, encarcelamientos, estigmatización social y afectaciones a la salud mental y física de quienes viven en estos territorios.
Resistencias y construcción de espacios comunitarios
Frente a esta realidad, las comunidades periféricas desarrollan formas de resistencia y cuidado que desafían la exclusión. Los cultivos colectivos, las redes de solidaridad, los talleres de autocultivo y los espacios de educación popular se multiplican como estrategias para reivindicar el derecho a la planta y construir cultura canábica desde abajo.
Estas iniciativas no solo garantizan el acceso a la cannabis, sino que también fortalecen los lazos comunitarios, promueven la salud integral y generan alternativas económicas y sociales frente a la precariedad.
Hacia políticas urbanas inclusivas y justas
Para cerrar la brecha entre centro y margen, es indispensable que las políticas públicas urbanas reconozcan y aborden las desigualdades en el acceso al cannabis. Esto implica diseñar estrategias inclusivas que garanticen el derecho a la planta para todas las personas, sin importar su ubicación geográfica ni su condición social.
Además, es fundamental implementar programas de reparación para quienes han sido afectados por la criminalización y promover la participación activa de las comunidades periféricas en la construcción de normativas y espacios vinculados al cannabis.
Construir ciudades con justicia social y acceso equitativo
La transformación urbana que integre el cannabis debe estar atravesada por principios de justicia social, equidad y respeto a la diversidad. Solo así será posible crear ciudades donde el cannabis sea un derecho y no un privilegio, donde el centro y la periferia se acerquen en un diálogo que favorezca la inclusión y el bienestar colectivo.
Pensar el acceso al cannabis desde las periferias es, en última instancia, pensar en una ciudad más humana, solidaria y sostenible, capaz de reconocer en la planta una herramienta para la salud, la cultura y la resistencia.